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JORGE RAMOS

Jorge.Ramos@nytimes.com Jorge Ramos, periodista ganador del Emmy, director de noticias de Univision Network. Ramos, nacido en México, es autor de nueve libros, el más reciente es “A Country for All: An Immigrant Manifesto”.

Por supuesto que hay una crisis en la frontera entre México y Estados Unidos. Es una crisis humanitaria. Casi dos millones y medio de personas han cruzado de manera no autorizada de octubre de 2021 a agosto de este año, según reporta la Patrulla Fronteriza estadounidense. Es un récord. Pero no hay ninguna justificación para la crueldad de engañar y enviar a refugiados a un lugar que desconocen.

Empecemos por la realidad. La frontera entre México y Estados Unidos nunca va a estar totalmente sellada. Es porosa por naturaleza y por historia. De sus 3 mil 152 kilómetros de largo, sólo hay barreras o cercas en unos mil 200 kilómetros (o 700 millas). El resto está lleno de huecos. Y por más agentes que se pongan en los espacios abiertos, desiertos y montañas, es prácticamente imposible cerrarla al tráfico de inmigrantes a pie.

Además, históricamente, los límites fronterizos fueron impuestos de manera arbitraria luego de la guerra entre México y Estados Unidos en 1848. Esto dejó familias, costumbres y trabajos divididos. Y un constante movimiento de personas y mercancías de un lado a otro. La frontera es una raya que se salta todo el tiempo, con papeles y sin ellos.

Así que cuando los republicanos dicen que están dispuestos a negociar una reforma migratoria -y la legalización de unos 10.5 millones de personas sin documentos- luego que se asegure la frontera, en realidad lo que están diciendo es que eso nunca va a ocurrir. Esa frontera nunca será impenetrable. Ni el traicionero río Bravo (Grande) puede detener a muchos de quienes quieren cruzar.

La actual crisis en la frontera se debe a su vulnerabilidad -geográfica e histórica- y a que millones están huyendo del Sur del continente luego de lo peor de la pandemia. Ellos han votado con sus pies. Y prefieren enfrentarse a los peligros del trayecto -y a los agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos- que quedarse en sus países con hambre, violencia, enfermedades o sin oportunidades para sus hijos.

Y el deseo y la necesidad de emigrar aumenta para las personas que viven en dictaduras brutales. Un ejemplo: Venezuela. Casi siete millones de venezolanos han huido de su país, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Hay muchas razones que los empujan fuera de Venezuela, incluyendo la represión política.

“El Estado venezolano utiliza los servicios de inteligencia y sus agentes para reprimir la disidencia en el país”, dice un reciente informe de las Naciones Unidas. “Esto conduce a la comisión de graves delitos y violaciones de los derechos humanos, incluidos actos de tortura y violencia sexual”. Uno de los integrantes de la misión que realizó el informe señala al régimen de Nicolás Maduro y concluyó que los crímenes han sido “cometidos a través de los organismos de inteligencia del Estado” y orquestados “por personas en los niveles más altos de autoridad”.

¿Cómo culpar a un venezolano que huye de un país en donde esto ocurre? Al contrario, deberíamos de darles refugio y protección. Pero el gobernador de Florida, Ron DeSantis, en lugar de ayudarlos, envió a unos 50 venezolanos en un vuelo desde Texas hasta Martha’s Vineyard en Massachussets, con una parada en Florida. Los inmigrantes dicen haber sido engañados y, con la ayuda de un grupo de abogados y aprendiendo muy rápido, presentaron una demanda. Me parece maravilloso un sistema de justicia que le permite a un recién llegado demandar a un Gobernador. En pocos países se ve esto.

La decisión de DeSantis fue calificada por muchos como “cruel”. Pero lo mismo, exactamente, ha estado haciendo el Gobernador de Texas, en autobuses. Miles de inmigrantes, detenidos en Texas, han sido enviados a ciudades como Nueva York, Washington y Chicago, lugares considerados santuarios de inmigrantes.

Ambos gobernadores querían llamar la atención sobre la situación en la frontera y lo lograron. Pero jugando con la seguridad y dignidad de muchos inmigrantes y sin ofrecer soluciones concretas.

Al final de cuentas, nada cambia en la frontera con las maniobras de DeSantis y Abbott. La crisis continúa. Sólo en el pasado mes de agosto entraron, sin documentos, más de 251 mil inmigrantes.

Poco se puede hacer para evitar que tantos migrantes salgan de sus países. Invertir en el Sur, incluso con las mejores intenciones, tomará años para dar resultados. Ante esta crisis humanitaria, Estados Unidos sigue demostrando que tiene la capacidad económica para absorber a estos recién llegados. Un reportaje reciente en The New York Times cuenta cómo un inmigrante venezolano llegó sin nada a Washington D. C. en julio y ahora tiene un trabajo que le paga hasta 700 dólares a la semana. Este es el tipo de historias personales que se repiten una y otra vez en América Latina y que alimentan la idea del “sueño americano”.

El deseo humano por una vida mejor es mucho más poderoso que cualquier barrera física. Esta es una frontera indomable. Y nuestra obligación, independientemente de las cifras, es tratar a estos inmigrantes y refugiados como quisiéramos que nos trataran a nosotros. Engañar a los inmigrantes para ganar puntos políticos es, también, engañarnos a nosotros.

EDITORIAL

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2022-10-05T07:00:00.0000000Z

2022-10-05T07:00:00.0000000Z

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